Texto del discurso pronunciado por Martiniano Alcocer Álvarez
en la sesión solemne del Cabildo de Mérida, Yucatán, la noche
del sábado 15 de septiembre, con motivo del aniversario de la
Independencia de México, y en la cual fue orador huésped
Antes de entrar en materia, quiero sincerarme con ustedes: ya he tenido un grandísimo honor que siempre estará en primer lugar entre todos los honores habidos y por haber: ser abuelo, y se me ha cumplido en la bella personita de mi Natalia –si la menciono es por algo que más adelante diré--. Estar aquí, en esta tribuna y ante las máximas autoridades de Yucatán y de Mérida, hablando en una sesión solemne de Cabildo, es, desde luego, un honor que en la lista de mis honores seguro ocupa un segundo lugar –y no porque no sea grande, es grandísimo y, si no fuera a ofender a quienes me lo conceden, diría que hasta inmerecido, pero, con perdón de ustedes, nada se compara con el máximo galardón de ser abuelo—. Era, eso sí, sin duda, de las pocas cosas que le faltaban a mi currículum, y es que he sido desde “secre” de pintor de brocha gorda e hisopo, vendedor de helados en la estación del tren de Peto detrás de la peni, repartidor de tortillas en bicicleta, hacedor de “voladores” en una fábrica clandestina, aprendiz de platero y de tornero –todo ello para juntar la gastada--, hasta aspirante a cura y periodista.
También me falta –y a estas alturas creo que me seguirá faltando— ser buen torero, jugar bien básquetbol, no cantar tan desafinado y terminar mis días en mi natal Valladolid mientras disfruto una retreta dominical en el parque admirando las altas torres de su “catedral”. Esas, sobre todo la última gloria que no merezco, porque soy un hijo malagradecido y nada pródigo de la bella Sultana oriental, creo que me las voy a quedar a deber.
Esta noche es ya imborrable hito cincelado en mi alma de reportero venido a menos, o sea convertido en periodista de escritorio.
Y ahora sí, a lo que me trajeron.
Hace muchos años, más de 30, asistí por vez primera en encomienda oficial, como reportero del Diario de Yucatán, a una sesión como la que hoy nos congrega, celebrada en esos ayeres en la magnífica Sala Capitular del Palacio Municipal. Entonces me dije que me gustaría estar alguna vez como orador huésped en este sitio en el cual me han precedido grandes valores meridanos, para no ir más lejos, nuestro admirado Fernando Espejo, muerto sin avisar la tarde del miércoles pasado, y el poeta Rubén Reyes Ramírez, apenas ayer. Fue algo que se quedó en el secreto de mi corazón y de lo que hoy hablo por vez primera. Es un gran honor estar esta noche frente a ustedes en una sesión solemne de Cabildo.
Estamos celebrando una efeméride en la que se mezclan en cantidades iguales miserias y heroísmos, mitos y realidades, verdad histórica con pasión malsana e intereses políticos que han construido una historia a modo y medida de sus insanos apetitos, borrando de ella a muchos de quienes deberían figurar en primer sitio y poniendo arriba a otros menos merecedores de la gloria de la inmortalidad, historia de hombres, en resumen, con todo lo que eso significa: el aniversario 197 del inicio de nuestra revolución de Independencia.
También se cumplen 186 años de que en la sala de Cabildo del Ayuntamiento de Mérida, el 15 de septiembre de 1821, se declaró la anexión de la Provincia de Yucatán a México. A partir de esa fecha, una concatenación de sucesos llevó a construir la leyenda negra del separatismo de los yucatecos. Un sambenito éste que nos han y nos hemos impuesto durante siglos y que es una media verdad, que es siempre peor que una mentira completa, que nos ha traído llantos y pesares y nos ha pintado como no somos ante México y el mundo. Y en cuya construcción a lo largo de los años –no es ocioso decirlo y en buena medida de eso quiero hablarles esta noche— hemos contribuido eficazmente los yucatecos, más los de ayer que los de hoy, a quienes les vale el cuento de que somos diferentes al resto de los mexicanos. En realidad, sí somos diferentes, pero ni mejores ni peores que los demás cobijados en la generosa geografía nacional y quiera Hunabkú que sigamos siendo diferentes hasta la consumación de los tiempos.
Muchas veces hemos cantado loas a nuestro acendrado federalismo. Nos hemos regodeado en restregarles en la cara al resto de los mexicanos que, si bien es cierto que nosotros nos separamos más de una vez de la Nación –que nosotros nos independizamos de España casi junto con ellos (éramos Capitanía General, no cualquier moco de pavo o baba de perico, y como tal nos tenían que tratar)--, también lo es –les espetamos-- que lo hicimos movidos por nuestras convicciones republicanas y liberales que chocaban frontalmente con las ideas centralistas y los afanes monárquicos imperantes en los “nobles de bisutería” –“poch” monárquicos, diríamos en yucateco---, a los cuales afanes no escapó ni siquiera el que llamamos Padre de la Patria (a él le gustaba que le dijeran “alteza serenísima” no bien había dado el hoy famoso “grito” que no lo fue realmente y que en el santoral laico casi le gana ya a la Navidad en la enjundia que ponemos para celebrarlo), quienes dominaban el resto de México. La República de Yucatán, como dice la Constitución Política de 1825, “jura, reconoce y obedece al gobierno de México siempre que sea liberal”. Y de encima le puso condiciones: se unirá como república federada “y no de otra forma” –o sea, entiéndelo: una Capitanía General merece trato especial-- y, “por consiguiente, tendrá derecho a formar su constitución particular y establecer las leyes que juzgue convenientes a su felicidad”… Nacía así la “hermana república de Yucatán”, o como alguna vez dicen que un gobernador le aclaró a un presidente: “No hermana, señor, vecina”.
En el largo tramo que siguió en la historia de encuentros y desencuentros con el gobierno nacional –con los nombres de Iturbide, Santa Anna, Benito Juárez, Maximiliano, Carlota (la emperatriz que se bañó en el cenote de Chunchucmil y recibió honores como nunca en su vida mientras estuvo en Yucatán), Miguel Barbachano, Santiago Méndez, el injustamente tratado Lorenzo de Zavala, Porfirio Díaz, el ícono de los revolucionarios de ayer y hoy, el iconoclasta mayor, Salvador Alvarado, su jefe don Venustiano, que lo mandó a bajarles la lana a los hacendados, y muchos otros, de boca en boca desde entonces hasta hoy— y sucesos como la llamada Guerra de Castas --que casi aniquiló a la población blanca de la época y que es quizá la única guerra en todo el mundo que nunca terminó en un armisticio o la rendición de alguna de las partes y cuyo desnudamiento de prejuicios y racismos aún está pendiente—, como ejes de la tragedia en ese siglo XIX, por otros muchos conceptos el de mayor riqueza política de la historia nacional, entre penas y glorias hemos ido entretejiendo vidas, historias personales, idas y venidas, riquezas y pobrezas, grandezas y miserias, toda la variopinta, poliédrica manifestación de lo mejor y lo peor del hombre, hasta llegar al hoy de una ciudad que es pluriétnica y multirracial, abierta al mundo, moderna, llena de contrastes, pero también rebosante de vida, pujante y vital, anciana y joven, y destino final de las esperanzas de miles de personas que llegan como extranjeros –vale decir como extraños, que tiene la misma raíz--, y terminan como uno más de nosotros, a veces con amor más acendrado y eficaz que el nuestro por la ciudad, enraizados en esta Mérida generosa y abierta al mundo.
Los que ya hemos llegado a las seis décadas –los adultos mayores (lo es uno desde que cumple 60 años por arbitraria decisión de quién sabe quién), como reza el eufemismo hoy en boga para llamar a los ancianos en vez de esta bella palabra-- recordamos que durante muchos años caminamos con el cansino paso de una ciudad recoleta y provinciana, con fronteras cerradas a cal y canto a todo lo que viniera de fuera –teníamos nuestros propios refrescos (Sidra Pino, el “champán de Yucatán”, no esa cosa negra que hoy nos venden), nuestras propias galletas (Dondé y Palma, éstas ya extintas), nuestra propia cerveza (Carta Clara y León Negra, “fabricadas con malta y lúpulo europeos”, presumía su publicidad), nuestros propios alimentos chatarra (los charritos, creación campechana por cierto, los polcanes, los kibis, las huayas y ciruelas con sal y chile, eso de limón es de nueva data; en mi natal Valladolid, el sacpah remojado en vinagre con orégano, pimienta y cebolla y servido, coronado con sal y chile, en un pedazo de papel de estraza) y hasta nuestros propios apellidos inclusive, al grado de que era posible identificar el origen de alguna persona por su patronímico: así era fácil saber que los Peraza o eran de Tekax o eran de Dzilam o Dzidzantún, y los Tamayo de por allá mismo (es decir de Dzidzantún); que los Alcocer, los Novelo, Peniche, Rivero, Triay y Rosado eran de Valladolid, de Tizimín o de Espita; los Espejo, los Cuevas y los Esquivel, de Ticul, et sic de coeteris (o sea etcétera).
Aún se recuerda que un gobernador hubo –se llamaba Carlos Loret de Mola Mediz— que para proteger a la incipiente industria panificadora yucateca de entonces –esa fue la explicación oficial— dispuso el cierre de fronteras al pan industrializado que venía del centro del país y no dudó inclusive en mandar a su policía, armada de máuseres y a bayoneta calada, a impedir el paso a través del arco de Halachó de los camiones cargados del pan que vende un osito blanco muy simpático.
Hoy, y de regreso al asunto de los apellidos, uno se encuentra a la vuelta de cada página del directorio algunos que hasta hace poco nos eran ajenos, muy ajenos. ¿Recuerdan que hace un rato hablé de mi nieta? Pues no lo hice sólo por vanidad de abuelo –aunque buena parte hay de eso--, sino porque se apellida Manzanera (no Manzanero, como los de aquí liderados por don Armando) Alcocer y una mitad de ella es michoacana, de Yurécuaro para más señas. Y ese es meramente un ejemplo. Para no ir más lejos, y hablar sólo de los muy conocidos, hoy tenemos entre nosotros Batllori y de encima Sampedro –como nuestro secretario de Ecología--, Kater (la Silvia argentina), Antochiw (don Michel, el investigador), pero también San Emeterio Pérez, como mi buen amigo Rich que es piloto aviador, y Ruvalcaba, Rangel (como mi sobrina Berenice que es yucahuacha o huachayuca), Hermida veracruzanos, Ábrego, Aguinaga, Almaraz, Canseco, Cansino, Elizalde, Ferrer, Lizaola, Lizalde, Rocha, Valdivia, Wade, Wintheisser, Wrenshall, Zamorano, Zamudio, Zimmerman Herzog (dos con ambos apellidos), Zoleto y Zoletto, Zwanziger, Zurita… hallados en una búsqueda al azar en el directorio que ya tiene 1,020 páginas en su sección amarilla y 386 en la blanca, aparte añadidos y apéndices que lo hacen un tomazo.
Hoy Mérida está, como nunca, abierta al mundo. Inserta decididamente en la globalización. Montada en la cresta de los avances tecnológicos –don César la va a hacer la primera ciudad mexicana en ofrecer servicio de Internet en sus parques--. Con calles y avenidas que son envidia de nuestros vecinos campechanos y quintanarroenses, transitada por automóviles venidos de Asia, Europa, Suramérica y Estados Unidos –algunos de ellos de modelos apantallantes y marcas rimbombantes--. En sus comercios, formales e informales, en sus calles y plazas, usted encuentra aparatos de todo tipo fabricados en Vietnam, Japón Corea, Indonesia, Malasia, China, Chile, Argentina, Brasil, Colombia, Guatemala…
A la menor provocación descorchamos un vino chileno o argentino, alemán, italiano o español que compramos en la vinatería de la esquina. Con frecuencia vamos a desayunar y a grillar en torno a un café a Sanborns o Vip’s –la Balsa, la Sin Rival, el Fililí y sus famosos caldos que nos permitían seguir la parranda (aunque eso de tomar cerveza en taza de plástico nunca me gustó mucho), el Louvre (y su mágica sopa de cebolla con dos huevos que curaba la cruda más atroz), el Aladino y el Ferráez (nido de tríos y bohemios como el buen amigo Goyo Brito, maestro del requinto), son apenas un recuerdo borroso y hoy sólo queda de aquella época, luchando a brazo partido por sobrevivir, el heroico Moncho’s--, nos comemos una pizza de Domino’s o Hut, disfrutamos una rica paella en el Mesón del Conde, de nuestro amigo el doctor Efraín, o en la Beltraneja (que dicen que es de don Armando), un rib eye, un sirloin o un New York en Trotter’s (es un decir, desde luego, porque hace falta casi toda la quincena para darse ese gusto); nos citamos con amigos o clientes en algún restaurante del Fiesta Americana o el Hyatt o el Holiday inn. Muchas señoras renuevan su guardarropa en Europa o de perdido en Miami (o, si están muy arrancadas, compran sus galas en Liverpool y dicen que las trajeron de Miami), usan fragancias francesas que adquieren sin mayor problema en cualquiera de los grandes comercios que nos han llegado o que piden por Internet. Los niños y jóvenes juegan Nintendos y Xboxes u oyen música en su iPod (ya hay de 160 gigas, háganme el favor) y ya no vienen a la Plaza Grande, como hacíamos nosotros, sino se citan con sus celulares mediante mensajes que son verdaderos galimatías para encontrarse en las plazas comerciales (algunos no conocen el Centro). Las amas de casa hacen el súper (antes el señor de la casa iba al mercado todos los días apenas Yum Kin asomaba su redonda cara por el Oriente, con su sabucán, a traer la comida del día), en Costco, Sams, la Comer –territorio huach, si alguno hubiera en Mérida--, Wal Mart, Aurrerá, Chedraui, Soriana, Gigante (ya se, don Gustavo, que debí decir Super Maz). Antes apenas teníamos los Komesa del visionario don Raúl Casares, el Super Rosales de atrasito del Paseo de Montejo, el Ramoncito en la García Ginerés y, aquí en el centro, algunas tiendas pomposamente llamadas de ultramarinos, donde se podía comprar mantequilla “dos manos”, aceite Sensat y bacalao noruego “con y sin espinnas”. Hoy hay más extras, seven y oxxos que hongos después de una lluvia.
Los domingos ya casi nadie come en casa, menos en la casa de los abuelos como era antigua costumbre --el puchero de tres carnes es casi una pieza de museo--, sino en algún restaurante o en los comedores de las plazas comerciales, donde encuentra gran variedad de todo –desde un pambazo, una garnacha, un taco al pastor, una hamburguesa o una gordita de la tía Tota (nosotros le decíamos pimitos) hasta rica comida cajún o francesa, pero no panuchos y salbutes. O, si el dinero no alcanza para alguno de esos lujos, compra una milanesa o una ración de mole en alguna cocina económica (antes les llamábamos fondas o loncherías). ¿Alguien se acuerda del choch –morcilla o moronga--, el xix de sebo y la ubre que se compraban ahí por el Siglo XIX, y de la chicharra (no chicharrón) o el buche relleno de los sábados al mediodía?
Y así podríamos hacer una larga lista de costumbres que nos han llegado de fuera y que, como todo, en algunos casos nos enriquecen y en otros nos hacen menos nosotros. Hoy Mérida, y esa es una realidad que más nos vale admitir aunque a algunos les pese, no es la de antes.
Para no hacer muy larga esta historia, como mero dato estadístico, según el conteo de población de 2000 (datos oficiales, pero dignos de crédito, diría algún periodista, despistado desde luego), había radicados en Yucatán representantes de 82 países que sumaban 3,489 personas, 1,687 hombres y 1,802 mujeres (hasta en eso de migrar nos ganan ellas). De Estados Unidos eran los más: 1,237 (629 hombres y 608 mujeres); de Cuba, 454 (208 y 246); de España, 152 (88 y 64); de Argentina, 84 (45 y 39), pero también de Uganda, Iraq, San Vicente y las Granadinas, Granada, Bulgaria, Eslovenia, Eslovaquia, Bosnia y Herzegovina.
Otro dato estadístico: según el conteo de población y vivienda 2005 del INEGI, en Yucatán había entonces 1.617,102 habitantes, de ellos 749,417 hombres y 822,685 mujeres. Venidos de fuera eran 34,420 (hombres, 17,021 y mujeres, 17,399). Vivían en Mérida para esas fechas 691,617 personas, de las cuales 25,200 venían de distintos lugares de dentro y fuera de México. Apenas cinco años antes –y esto llama la atención--, según el XII Censo General de Población y Vivienda, en Yucatán, que para entonces tenía 1.658,210 habitantes, 113,140 eran de fuera del Estado (nacionales o extranjeros). En Mérida habitábamos 705,055 personas, de ellas 83,976 venían de estados o países distintos. Una pregunta para el INEGI y para doña Ivonne y don César: ¿Dónde acabaron varios miles de vecinos de Yucatán y de Mérida que no eran nacidos en esta tierra, pero aquí vivían entonces? ¿Los espantaron los mosquitos y tomaron las de Villadiego? Y perdonen que les deje tarea, pero debe ser importante aclarar esto: ¿perdió Yucatán varios miles de habitantes en cinco años?
En 1985, los extranjeros llegaban a 1,907, de ellos 912 hombres y 995 mujeres. Ese año, se han de acordar, marca un hito en la migración en Yucatán. A partir de 1985, con motivo del sismo que devastó a la ciudad de México, se inició una emigración de la capital hacía lo que desde el Altiplano, con mal disimulada condescendencia, llaman la provincia. A Yucatán llegaron entonces miles de personas de fuera que buscaban la seguridad y la tranquilidad en las que esta tierra es munífica –hasta un tal Efrén vino a plantar aquí su columna griega desde la que fustiga a los malos políticos (va a ser difícil que vea usted a alguno aquí esta noche, amigo Columnista)--. Y se instalaron en Mérida, pero también en otras poblaciones y enriquecieron y dinamizaron nuestra vida y nuestras costumbres. Hoy, por ejemplo, saliendo de aquí --y me apuro a terminar para no aguarles la fiesta-- muchos de ustedes irán a sus casas o algún restaurante a punzarse un tequila, reposado o blanco, según las posibilidades de cada quién (los hay desde cien hasta varios miles de pesos), y cenar pozole o chiles en nogada para celebrar las fiestas patrias. Y eso se lo debemos a nuestros hermanos de fuera (a los que decimos huaches, vengan de donde vengan más allá de Campeche o quizá Tabasco cuando mucho).
De modo entonces que hoy día lo del separatismo es un mito, un mal recuerdo en las entretelas de la memoria colectiva en Yucatán y México. A nuestros congéneres que vienen de otros lares, de dentro o fuera de México, les damos la bienvenida con el corazón en la mano y sólo les pedimos que no nos quieran hacer como ellos sino que se allanen a lo nuestro y lo hagan mejor. Vamos a comer pozole, pero sin olvidar el panucho y el salbut (no salbute, como dice la RAE, con indudable influencia del Centro, que se llama este platillo yucateco), a tomar tequila sin olvidar el xtabentún, el verdín o la mistela, ya no digamos el balché. Bebamos las chelas, pero que no se nos olvide que aquí son frías y se toman en la hora cristal.
Vivamos todos, los que aquí nacieron y los que venimos de otros lugares, y hagámoslo en paz. Y que no se olviden los que vienen a querer hacernos daño que ahí están el señor Saidén y el señor Calero, con sus muy eficaces fuerzas del orden, prestos a meterlos en cintura.
Viva nuestra ciudad provinciana y moderna, tranquila y pujante, abierta y recatada, y viva por los siglos de los siglos. Mueran el separatismo y la xenofobia, pero también la prepotencia y la mala leche de quienes creen que llegan a una tierra de conquista.
Muchas gracias.
Hahal Yuumil bootik teex halaach chu’pal yetel halaach unikoob.
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